Las oportunidades para elegir un medio de transporte barato y eficaz se han multiplicado desde la aprición de portales en Internet especializados en la intermediación, como Uber, que permite elegir un conductor privado, lo que ejerce una fuerte competencia sobre el mundo del taxi. Hace unos meses, la aplicación causó polémica por su actividad en Barcelona y llevó a la Comisión Europea a emitir un comunicado en el que apoyaba este tipo de aplicaciones y otras relacionadas con la denominada economía colaborativa, aquella que se basa en comercializar los recursos desaprovechados, como habitaciones de apartamentos vacías o tiempos de uso de coches privados. Por su lado, los taxistas europeos convocaron una jornada de huelga y se quejaron de que Uber funciona en la economía sumergida, ya que sus conductores no cuentan con licencias seguros en sus coches ni declaran impuestos. Ahora, la empresa ha desembarcado en Madrid, generando malestar entre los taxistas de la capital de España.
La cuestión de la regulación de este sector no está clara. En Europa son proclives a poner las menores trabas posibles para que aplicaciones como Uber puedan funcionar, ya que consideran que la Unión Europea debe potenciar la creación tecnológica. En España, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia es de la misma opinión. Además, Uber ha ganado una batalla importante en Alemania, donde un juzgado de Frankfurt había prohibido operar a la compañía, prohibición que ha quedado sin efecto. Y ahora, la firma estadounidense ha desembarcado en Madrid. Los taxistas se quejan de la competencia desleal que supone y la Consejería de Transportes de Madrid ya ha abierto un expediente sancionador a Uber y a uno de sus conductores, que puede acabar con una multa de entre 6.000 euros y 18.000 euros.
La clave del problema para los taxistas no es sólo la supuesta ilegalidad del modelo económico de Uber o aplicaciones similares, sino que existe una demanda real de este tipo de servicios. El sector del taxi ha estado tradicionalmente hiperregulado, con normas que fijan hasta el precio de los servicios y el límite máximo de licencias que se pueden otorgar para realizar este trabajo. Pero el consumidor quiere más calidad, mejores precios y servicios más personalizados. Y, sobre todo, mayor comodidad para encontrar lo que busca en Internet y relaizar la contratación en línea.
Algo similar sucede con el alojamiento. Airbnb es la bestia negra de los hoteleros, un portal que alquila hasta sofás para que sus clientes pasen una noche barata en casi cualquier destino. La compañía ha conseguido que San Fracisco legalice su negocio y los residentes de la ciudad puedan alquilar sus apartamentos por 90 días (hasta tres meses). La realidad que late tras este tipo de aplicaciones es que el mercado y el consumidor están cambiando. Los hoteles han pasado de ser un medio de alojamiento de masas a convertirse en una opción dirigida a personas que quieren unos servicios y comodidades determinadas. Mientras, crece el número de consumidores (sobre todo de la denominada generación Millennials, nacida a finales de la década de 1970, y la generación posterior) que sólo quieren un alojamiento para dormir y están dispuestos a renunciar a otras comodidades con tal de abonar un precio inferior. A este cambio de gustos se suma Internet, que permite agregar cientos de miles de datos en tiempo real, encontrar los alojamientos y reservarlos en pocos minutos, lo que da mayor visibilidad a una oferta alternativa y que se mueve fuera de los canales tradicionales.
Las luchas entre las aplicaciones de la economía colaborativa y los negocios tradicionales seguirán dando titulares. Como otros sectores, por ejemplo el de la música o el de los medios de comunicación, los taxistas, empresas de alquiler de coches, hoteleros y compañías de autobuses tendrán que adaptarse. Sin duda, los diferentes gobiernos deben legislar para que todos los actores del mercado compitan en igualdad de condiciones y no se exijan requisitos mayores a unos sobre otros.